Nunca lo supo, y jamás lo sabrá. Tampoco importa porque no volveré a verle, pero hay intensidades que son inolvidables.
A treinta centímetros sobre el suelo y por sorpresa, en volandas entre un abrazo inmenso y unos brazos infinitos, con el corazón rebotando en la garganta y un calor repentino estallando entre mis muslos. Un adiós rápido y sin vuelta, la acera gris y gente sin rostro, el cuerpo inmóvil y la mente siguiendo tus pasos. Mis intestinos se habían ido contigo.
Yo los habría acompañado a poco que me hubieses susurrado ven con tu aliento derretido en mis tímpanos, habría hecho aguas toda mi resistencia, y mi deseo iría de tu mano raudo y veloz con tus pasos martilleandome en las ganas de mi vientre. Sin más camino que el silencio, sin más palabras que la urgencia muda. Hasta llegar allí.
Un allí que he imaginado más de veinte veces, donde el mutismo no se rompía; sólo mi ropa bajo tus ojos y casi mi espalda contra la mesa. Tus manos descubriendo mis pechos y sellando mi boca. Tus labios mordiéndome el cuello y licuándome el alma. Y a un date la vuelta zorra, mi estómago hecho trizas contra el canto del escritorio, el vaquero de improviso en los tobillos, las bragas rotas junto a tus pies, el sonido de tu cremallera vencida y tu bragueta despierta, y la punta de tu polla caliente y dura rozando mi cachete izquierdo.
La adrenalina me nubla, el deso me ciega, y tu voz me pone el clítoris de punta. ¡ Abre las piernas!
Coges las riendas de mis hombros, y me penetras. Haces tuyo mi coño prieto, carnoso y húmedo. Carne con carne, sudor con sudor, hambre con hambre. Me muerdo el labio y luego gimo, te pido más. No hace falta rebosas generosidad, y polla, y ganas. Ganas que pellizcan, sudan, se despojan de camisa y a pecho descubierto se pegan a mí. Tu pecho en mi espalda, tus pezones que marcan las embestidas en mi piel, y tus huevos golpeando sin tregua en la parte rasurada de mi pubis.
Me aprietas, me descarnas, me empalas, me follas. Es increíble la fuerza que un coño puede llegar a soportar. Y las horas. Correrse comienza a ser una opción, o no saldremos de ahí jamás.
Decides que es hora de irte, así que te dejas ir, y para que me vaya contigo, prendes tus dedos entre mis muslos, los atenazas suaves y firmes entre los labios, y masturbas sin contemplaciones mi pubis revuelto y enloquecido. Yo me evaporo en un grito, tú me inundas a grito devuelto. Te follaría mil veces, pequeña.
Y ciertamente me siento pequeña, allí de pié en aquella acera todavía gris, entre el tumulto más gris aún, con las bragas alborotadas y mojadas, y la oportunidad perdida tras aquella esquina que te vió marchar.