jueves, 8 de junio de 2017

P.


Me partió en dos con la polla. 
Así empezó todo. Hace tanto que hace mucho.


Hace tanto que hacía mucho que no lo recordaba. Pero siempre estuvo ahí.
Con su polla. Y aquel piso franco. Y aquella colcha bordada. Y aquella camiseta imperio por todo refugio.
La primera vez. Compramos una lata de albóndigas. Sabían a mierda. A mierda muy rica. En otro piso trinchera. Destartalado. Apenas una olla. agua en ebullición. Hormonas al mismo nivel. Una cocina de gas. Y combustión flotando en el ambiente.Y esa lata roja, al baño maría. Como mi coño. Novato. Sin estrenar. Curioso. Lleno de prejuicios. 
Tantos años pajeándome. Imaginando. Queriendo lo que creía que no debía de quererse. Porque entonces, te enseñaban que para querer había que quererse, y mucho. Y darse a respetar. Claro, el respeto dependía de un hombre. No de ti misma. Tus propios impulsos. Y tus propias leyes. Ya estaban escritas. Y el veredicto era muy feo, y comenzaba por P. Así, que le hice esperar. Y esperamos los dos. Y una tarde cualquiera. Después de la academia. Albóndigas de plástico. Sofá de terciopelo. Ningún atisbo de digestión. Y una puesta en escena. Con una chica ya puesta. Y un chico dispuesto. E hice el papel. Papelón. Papelería fina. Pobrecilla. Haciéndome la dormida en aquel sofá. Boca abajo. Porque si pasaba, pasaba menos. Era un secreto. Algo que sucedería a medias. Y puede, que si cerraba los ojos lo suficiente me enterase menos. Y algún ente superior también. 
Albóndigas. No había cristo que las comiese. Yo boca abajo. Él detrás. Un aliento. En mi oreja. Así descubrí la potencia de la invisibilidad. El morbo del roce. Lo sexy de mi propia inactividad. La sensualidad de alguien detrás. Con sus manos en tus pechos. Como una pequeña violación que no lo era. Pero siempre he imaginado más que respirado. Y yo estaba dormida. O me lo hacía, Y aquello no estaba sucediendo. Aunque era tan rico. Mi culo asomando mientras desaparecía el pantalón. Pompa. Descubrí que un culo en pompa es muy sexy. Que el aire en tu coño desde atrás es sugestivo. Con las manos, aprisionando mis pezones. Y su polla, de pronto entre la raja de mi culo. Recordemos, era un juego ficticio. Que jamás sucedió. Pero pasó. Porque sólo fue la puntita. Y me guardé mi felicidad, bajo llave. Porque era felicidad con P mayúscula. Y me lo iban a notar por la calle. Y yo era la niña de papá y mamá. Y por más que yo quisiera follar, había que hacer el amor. Y regalar, tu virginidad como si fuese algo maravilloso, en vez de una inmensa putada, un lastre y una albóndiga de mierda. 
La segunda vez. Ya en el piso franco. Él sin ropa. Blanco, blanquísimo. Con aquella polla de 22. Qué miedo. Aquel lunar al lado del ombligo. Aquel nombre que grité tantas veces, pero se llevó el viento. Aquella colcha. Mi camiseta imperio. Sangre. Una P gigante en la frente. Una polla gigante en mi coño. Culpabilidad tocando los huevos. Sus manos tocando mis tetas. Qué díficil. Algo tan fácil. Algo tan bueno. Algo tan divertido. Cuanto drama. Por un segundo. Que separa la virginidad de la putez. Deberían enseñarnos que ser zorra es bueno. Para la salud. Para la autoestima. Para la vida. Para el coño. Para las tetas. Para la piel. Cuanto dolió. En el coño partiéndome en dos. En la cabeza partiéndome los esquemas. 
Y luego yo encima, cabalgando. Descubriendo. Que aquello me encantaba.  Que quería hacerlo siempre. Que mi coño era un putón verbenero. Y las albóndigas un mal aperitivo. Donde esté un rabo. Y una mujer sin ataduras. Porque yo fui aquella. Y lo fui mucho tiempo. El tiempo que dura la vida. Que te lleva y te trae y a veces te hace ser otra. Pero aquella polla, me partió en dos. Y yo volé. Donde había volado yo sola muchos años. Allí donde está el placer y no hay esquina de retorno. Donde los jugos se hacen carne, grito y miel. Donde la piel se hace gemido. Donde las niñas se hacen putas. Donde el prejuicio se cuelga en el perchero de la entrada. Sólo que a veces vuelve. Pero ya no compro albóndigas. Aunque a veces me quieran hacer pasar carne picada por entrecot de primera. Y mira, no. Yo quiero mirar al cielo, donde se mira cuando te cagas en dios, y que una p me parta en dos, mientras me clavan la P de puta. Porque las que somos  putas, nacemos así, aunque nos digan lo contrario, y vistamos piel de princesas.  Qué también lo somos, pero ni es todo el cuento, ni toda la verdad.
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